sábado, 18 de septiembre de 2010

Madrid Experience

Anoche estuve, como cada noche desde el miércoles, paseando por las calles de la capital con Jules. Habíamos quedado sobre las diez con Lucía Ponce (n friends) en un bar para tomar algo. Y como Almudena Grandes (o, como Jules la llamaba, “La Gorda”) no se decidía a aparecer por la Fnac y había una interminable cola para asistir a la presentación de su nuevo libro, decidimos salir a dar un paseo, e ir haciendo tiempo.
Llegamos al susodicho bar a las nueve, y mientras él terminaba su amarguísimo café, vimos pasar a todo trapo un camión de bomberos. Así que como no teníamos mucho más que hacer, y tampoco iba a estar de más, lo seguimos para ver qué ocurría. El camión paró a unos cuantos metros de donde estábamos, en medio de la calle, con el motor y las luces encendidas. Jules no quiso dar una vuelta en él, como le propuse, así  que esperamos. Esperamos. Los coches que llegaban a la calle esperaron. Y por fin, salieron los bomberos de un edificio y se marcharon sin más. ¡Qué decepción!
Anduvimos un poco más hasta encontrar un sitio donde poder aposentarnos, puesto que aquí no hay repisas rectas en casi ningún establecimiento, para tristeza de nuestros culos… Así llegamos a la calle Jerónimo de Quintana, y nos sentamos en un portal. Para seguir haciendo tiempo…
Abrí mi RedBull, que Julio considera que sabe a jarabe… ¡Qué infancia tan feliz! Yo recuerdo que mis jarabes sabían a algún tipo de extracto de MIERDA. Pero bueno.
Estando allí  sentados, pasaron un par de personas a las que saludamos y nos contestaron con desgana. Todo lo contrario que ocurre en los pueblos, que si pasas por el lado de un grupo de personas que están al fresco, y no los saludas, incluso te miran mal…
Cuál iba a ser nuestra sorpresa, al encontrarnos con una familia que iba a entrar a su casa. Llegó el padre como con prisa, abrió el portal y entró. Le seguían su esposa y su hijo, u chico adolescente con una acusada deficiencia mental que le causaba espasmos y le impedía en gran parte el habla.
Nos saludó con una gran sonrisa y nos dio la mano, muy amablemente. Su madre parecía estar tan feliz como él. Su padre, en cambio, seguía intentando hacer que entrasen al edificio lo más rápido posible, como avergonzado. Eso, sí fue triste…
Cuando finalmente parecían decididos a entrar, el joven pidió a su madre que le esperase. Sacó de su bolsillo una bolsa llena de Sugus y nos dio uno a cada uno. Mientras se le salía uno de sus zapatos a causa de la excitación y su enfermedad. Se despidió de nosotros con un dificultoso “nnn… nnnoches!” y desaparecieron tras la puerta metálica.
Fue, tal vez, la persona que con más sinceridad y amabilidad nos trató desde que llegué  aquí. Y se nos pasó por la cabeza que tal vez, el mundo sería mejor si todos estuviéramos así, aunque le repliqué a Julio que, de ser así, nadie podría ponernos los zapatos mientras damos dulces a desconocidos.
Lentamente volvimos hacia el bar, donde ya estaban todos. Bueno, todos no, porque entraron unas cuantas personas más tras nosotros y cuyos nombres me temo ya que no podría recordar. Estuvimos bebiendo, ellos cañas, yo cola. Y jugando a algo que podría llamarse “¿Qué preferirías….?”, juego que nos condujo a conversaciones más que escatológicas, y gracias al cual descubrí (lo siento, nena) la facilidad de Lucía para comer mierda; eso sí, por salvar siempre a sus padres, su novio, o no acostarse con la Duquesa de Alba.

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